El atardecer de los muertos

Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges. La edición de este año empezó y terminó con dos películas poderosamente testamentarias de dos cineastas traviesos y geniales en la última fase de su carrera. No me refiero a los films de las galas de inauguración y clausura, sino a La noche de enfrente, de Raúl Ruiz, que murió el 2011 dejando el film acabado, y Vous n’avez encore rien vu, de Alain Resnais, que sigue en activo pero este año ha cumplido los noventa y ha dado a esta última obra un cierto aire testamentario. Especialmente La noche de enfrente fue una excelente introducción a algo que se ha dejado notar en todo el festival, esto es, una mutación del cine en la que emerge una dimensión más radical y más libre de lo fantástico -que no del género fantástico-. En la película de Ruiz pasa como en la física cuántica: las certezas de nuestra percepción del mundo se desvanecen, la paradoja se convierte en norma y acontecen cosas inconcebibles como, por ejemplo, que algo pase y no pase a la vez, que el ser y el no ser sean entidades simultáneas, incluso complementarias… Sin duda, Ruiz fue un cineasta complejo cuya obra nos invita a reinventarnos como espectadores y nos deja lo que yo llamaría un “cine del hiato” en el que las dimensiones lógicas del tiempo se quiebran y el presente se extravía en un bosque de recuerdos. Lo sorprendente de La noche de enfrente es que parece la primera película de la historia filmada (¡o enviada!) desde el otro lado de la muerte; la segunda, podría ser Vous n’avez encore rien vu, en la que Resnais se explica a través de un autor teatral que se comunica con sus actores después de morir -o no- y parece recopilar así el sentido de su cine, un diálogo filmado entre el referente teatral y el cine inagotable, inmortal. Se intuye en el film un cierto optimismo, una confianza en las posibilidades del artefacto cinematográfico, del que “aún no hemos visto nada”.

El cine como diálogo con el pasado y como traspaso generacional es también la idea motriz del sencillo y magnífico capitulito de cinco minutos de Hou Hsiao-Hsien en el film colectivo taiwanés 10 + 10. Otro paseo melancólico por territorios ya recorridos, por las diferentes “pieles” del cine, es Holy Motors, la monumental película de Léos Carax que se alzó con toda justicia con los principales premios del festival (mejor película, mejor director y premio José Luís Guarner de la crítica). No puede ser casual que el personaje que literalmente conduce la película se llame Céline, pues asistimos a un viaje al fin de la noche del cine basado en un sentido de lo fantástico como extravío constante. Y Berberian Sound Studio, segundo largometraje del británico Peter Strickland, se plantea como una penetración a la vez en los mecanismos técnicos y en los abismos del sentido del cine fantástico. El plano final, en el que el técnico de sonido de cine italiano de terror de serie B es devorado por la luz, es una de las imágenes emblemáticas de Sitges 2012.

En paralelo, se ha visto en el festival un cine poblado de révenants, de muertos vivientes, seres instalados en la frontera entre la vida y el más allá. De nuevo, no se trata tanto de las muestras de cine de género de toda la vida, sino de otros films situados en la orilla de lo fantástico. ¿No es, por ejemplo, Cosmopolis una película sobre un virtual dead man walking que observa y, sobre todo, comenta el derrumbe del tiempo presente desde una perspectiva especial? En el film de David Croenenberg, un fantasma recorre el mundo, el fantasma del capitalismo (frase textual de la novela de DeLillo en la que se basa), la revolución y la reacción se confunden, la nueva carne se torna melancolía electrónica… Y las certezas se diluyen igual que en Sound of my Voice, del debutante Zal Batmanglij (colega de Mike Cahill, director de Otra tierra, con la que comparte un tono muy parecido), en el que una investigación en el seno de una secta nos habla del íntimo sentimiento de orfandad de nuestro presente. Por su parte, en Keyhole, Guy Maddin se basa libérrimamente en la Odisea para construir un film onírico en el que los muertos y los vivos -es más, lo muerto y lo vivo- conviven y se mezclan de una manera que recuerda a la La noche de enfrente. Y en Caterpillar, de Kôji Wakamatsu, el regreso del mutilado de guerra que sobrelleva una existencia irreal parece sugerirnos que, mientras nos engañamos, estamos ya al otro lado del fin del mundo, sumergidos en un mundo de cenizas tras el desastre.

Pero es, a mi juicio, Mekong Hotel, de Apichatpong Weerasethakul, la película que ha llegado más lejos en la constitución de un nuevo cine inefablemente fantástico en el que lo vivo y lo muerto dialogan, se nutren y -de nuevo- se confunden. Puede considerarse, de hecho, una variación o una continuación lógica de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas. Weerasethakul compone Mekong Hotel con la libertad y el tanteo de un punteo de guitarra como el que acompaña, o pauta, toda la película. En las imágenes, fluye todo el tiempo el agua del río, a punto de desbordarse, frente a unos personajes poseídos, tal vez vivos y muertos a la vez (de nuevo, un “cine cuántico” como el de Ruiz), seres equiparables a las estatuas que observan el río desde la balaustrada del hotel y que pasan el tiempo evocando el pasado bajo una luz invariablemente vespertina. Mekong Hotel, el film más bello y conmovedor del festival, prescinde de todo sentido convencional del tiempo, la narración o la “función” del espectador, y nos sitúa en un atardecer fantasmagórico en el que lo perdido y lo futuro se encuentran y se funden.

Toda esa autoconciencia, toda esa vocación por volver a recorrer los territorios ya transitados, está también en muchas otras películas vistas en el festival, más cercanas a las formas convencionales del cine de género. Es el caso de la muy simpática Seven Pasychopaths, de Martin McDonagh, que parece una penetración del espíritu de Charlie Kaufman en los vericuetos del thriller. O en la nueva versión de Frankenweenie, de Tim Burton, que es también una película sobre resucitados. O también de Drácula 3D, petarda y entrañable, en la que Dario Argento realiza la enésima variación sobre la historia del vampiro transilvano introduciendo elementos tan interesantes como la velada monstruosidad de una sociedad corrupta, sembrada de secretos y controlada por un sanedrín de conspiradores prestos a pactar con el mal. La mexicana Ahí va el diablo (Adrián García Bogliano) o la canadiense The Last Will and Testament of Rosalind Leigh (Rodrigo Gudiño) vuelven al cine de maldiciones y fantasmas con un empeño loable pero a ratos tedioso. También resultan algo rutinarios varios thrillers asiáticos: las surcoreanas The Taste of Money (Im Sang-Soo) y The Thieves (Choi Dong-Hoon), la japonesa Outrage Beyond (Takeshi Kitano) o la india Gangs of Wassseypur (Anurag Kashyap). Por no hablar de la sensación de anquilosamiento que deja la peor película que ha visto este cronista en el festival, elocuentemente titulada Lo imposible (J.A. Bayona). Pero, salvo ésta y quizás alguna otra, las películas de Sitges 2012, sean más o menos certeras, muestran diferentes maneras de afrontar el cine del siglo XXI desde la conciencia de que, sobre las capas acumuladas y a la luz de este presente incierto que recorremos a bordo de las limusinas de Cosmopolis y Holy Motors, nada puede ser ahora como siempre fue. El festival quiso tener el fin del mundo como leit motiv; pues bien, no hemos visto finalmente un cine de la premonición, sino de la constatación. Tal vez el fin ha empezado y, como civilización, estemos ya todos muertos; no obstante, más que abatirnos, mejor veamos qué surge de nuestra melancolía en este atardecer a la orilla del Mekong, junto al agua del pasado que fluye y fluye.

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