Tan breve

Desde pequeño, mi familia me transmitió dos aficiones que aún hoy son las únicas que cultivo: leer y ver películas. Entre muchas otras cosas, la literatura y el cine comparten el hecho de tener una nutrida nómina de autores prematuramente desaparecidos. Las obras de algunos de ellos son extraordinarias pero han sido brutalmente mutiladas por la muerte. Por eso, les acompaña una terrible melancolía, la tristeza de saber que hemos sido privados de conocer su continuación.

¿Qué poemas habría escrito Keats si hubiera llegado a mayor? ¿Cómo habría sido la poesía de Mário de Sá Carneiro si no hubiera muerto, como el anterior, antes de la treintena? Su amigo Pessoa tampoco fue muy longevo y nos dejó un guirigay de papeles que hacen de El libro del desasosiego una obra imposible, indefinida, mil veces reconstruida. ¿Cuántas novelas habría escrito John Kennedy Toole? Proust se fue sin dar la última pincelada a En busca del tiempo perdido; por eso, cuando leemos el séptimo volumen de la obra, abundan las bifurcaciones, los textos alternativos a pie de página que quizás habrían formado parte de la redacción definitiva. ¿Y qué habría hecho Raymond Carver? ¿Sus cuentos habrían seguido siendo tan secos o habría cambiado de estilo? Tampoco sabemos lo que habría escrito Luis Martín-Santos si no hubiera fallecido poco después de publicar Tiempo de silencio. Y Kafka no sólo se fue demasiado pronto sino que ordenó, en el lecho de muerte, que toda su obra fuera incinerada; por suerte, su última voluntad fue rigurosamente incumplida. También nos quedará siempre la intriga de saber cómo habría sido la obra de madurez de Lorca y Miguel Hernández, víctimas de la opresión franquista. Flaubert no terminó Bouvard y Pécuchet; Gogol dejó inacabada Almas muertas; y un largo etcétera.

Por otra parte, pocas muertes son tan dolorosas, en todos los sentidos, como la de Pier Paolo Pasolini, torturado y asesinado en la playa de Ostia cuando se encontraba en el apogeo de su creación cinematográfica. Nos dejó Saló o las 120 jornadas de Sodoma, su última película, como testamento prematuro y casi como premonición de su horrible final. Quizás Jean Vigo podría haber sido el más excelso cineasta francés si no hubiera fallecido tan joven, dejando una filmografía de menos de tres horas de duración total. A François Truffaut nos lo arrebató el cáncer cuando su cine estaba entrando en una estimulante etapa de madurez (El último metro, La mujer de al lado, Vivamente el domingo). Sus compañeros de la Nouvelle Vague han estado haciendo cine hasta hoy; Truffaut, lo mismo que Jacques Demy, tendría que haber muerto más o menos ahora, como Chabrol y Rohmer, ambos desaparecidos el 2010. Tampoco la generación posterior de cineastas franceses tuvo suerte: Jean Eustache se suicidó dejando un puñado de films extraordinarios, y su amigo Philippe Garrel todavía lo llora en sus películas de ahora. El cáncer fue también el verdugo de Andrei Tarkovsky, el místico del cine soviético, que se hizo un hueco en la historia del cine con sólo siete largometrajes, todos alucinantes, cuya influencia se hace notar en muchos cineastas actuales. El cine moderno norteamericano fue mutilado con las desapariciones, en los ochenta, de Sam Peckinpah y John Cassavetes. Y Fassbinder, cuando estaba realizando obras maestras como Querelle o Berlin Alexanderplatz, falleció en 1982 con menos de 40 años.

Recuerdo ahora una película de Marco Bellocchio, Buenos días, noche. En ella, una de las secuestradoras de Aldo Moro (el presidente italiano que fue raptado y asesinado por las Brigadas Rojas en 1978) soñaba con un rumbo diferente de las cosas: sabía, en lo más profundo de su fuero interno, que ese secuestro era un error, y los sueños le planteaban vías alternativas a la realidad. El film acababa con la imagen onírica de Moro escapando de su zulo y saliendo a la calle, libre, bajo una fina lluvia purificadora, cambiando el curso de la Historia. Viviremos siempre con la melancolía de no saber cómo habrían sido las cosas si todo hubiera tomado otro rumbo, si no hubieran quedado tantas obras incompletas, con esta rara sensación de añoranza por lo que no aconteció nunca y por lo que se acabó demasiado pronto, por todo aquello que nos habría salvado del abismo si no lo hubiéramos perdido.

(Publicado en A fons Vallès)