Un verano fantástico

No hay, en realidad, nada fantástico en Midsommar (Ari Aster), la historia de una joven norteamericana que pierde trágicamente a su familia y se ve, acto seguido, embarcada en una expedición trampa al falansterio de una secta tradicionalista sueca donde parecen materializarse sus pesadillas. La extrañeza de todo cuanto rodea a nuestra heroína queda subrayada por lo inextinguible de la luz diurna, constante durante el solsticio de verano de Suecia, igual que pasaba en la Alaska de Insomnia, un thriller de Christopher Nolan más estimulante que las superproducciones que ha realizado posteriormente. Midsommar, en cambio, no es exactamente un thriller ni tampoco una película de terror, al menos en un sentido convencional: si la noche es el aliado de lo monstruoso en el género fantástico, aquí es su reverso, el día inacabable del verano escandinavo, lo que cubre paradójicamente de misterio los acontecimientos, que nunca traspasan la frontera de la realidad pero parecen estar siempre en su límite. No en vano, vemos a menudo a través de los ojos de la protagonista, recurrentemente drogada por voluntad propia o a traición.

Tampoco hay nada fuera de la realidad en Beoning (Burning), de Lee Chang-dong, a pesar de que la aparición y la desaparición de la mujer que desencadena la trama remiten de alguna manera a lo fantástico. Su película gemela estadounidense, Under the Silver Lake, de David Robert Mitchell, es aún más ambigua en cuanto a la presencia de lo fantástico, y acaba también, como Midsommar, acercándonos a las intimidades de una secta que devora vidas de jóvenes mentalmente frágiles. Beoning y Under the Silver Lake nos relatan el desquiciamiento de sus protagonistas varones ante la desaparición de la mujer amada y nos remiten así al referente de Vertigo, la película de Hitchcock con la que nos encontramos una y otra vez al comentar el cine contemporáneo. Si Vertigo se ha convertido en un referente tan propicio es quizás porque, entre otros motivos, se trata de una obra cumbre de lo que llamo el cine otramente fantástico, esa región del cinematógrafo poblada de misterio en la que, en realidad, no se quiebra la lógica realista, al menos de manera explícita, pero tenemos la sensación de estar cerca de sus lindes, como sucede en Midsommar. La película de Ari Aster, además, trata un tema propiamente dicho, y con bastante explicitud, que es la extrañeza de las relaciones personales: la desconfianza, la incomunicación, la cobardía y los roles de género que desdibujan la amistad y el amor. Por eso, no está muy lejos de la Genèse de Philippe Lesage, cuyo vínculo con lo raro es más sutil. En ella, una canción de raíz folklórica es interpretada dos veces, como si fuera una invocación: justo al principio del film y mucho más adelante, al producirse la mágica cesura que nos traslada a una tercera historia por completo desligada de las dos que hemos seguido antes. Nada es ni remotamente fantástico pero nos recorre una sensación parecida a la que produce la aparición de un espectro.

Más cerca del fantástico se ha situado una parte del último cine de autor francés del que hemos hablado en estas páginas: Zombi Child (Bertrand Bonello), High Life (Claire Denis) o Les Garçons sauvages (Bertrand Mandico) se adentran en el género con cierta osadía, y otras bordean lo fantástico de manera más tangencial, como Un couteau dans le coeur (Yann Gonzalez), Holy Motors (Léos Carax), Rester vertical (Alain Guiraudie), Grave (Julia Ducournau)… Esa atracción no es exclusiva del cine francés, ni se limita a los otros ejemplos antes citados: el iraní Mani Haghighi coquetea con lo fantástico tanto en Ejdeha Vared Mishavad! (A Dragon Arrives!) como en Khook (Pig). El español Víctor Moreno ha creado un auténtico subgénero de fantástico documental con Edificio España y La ciudad oculta. La maravillosa John From, del portugués João Nicolau, se evade hacia lo irreal como rompiendo las dimensiones del cinematógrafo con el conjuro de su imaginativa protagonista. Las últimas realizaciones de Pedro Costa habitan también en algún lugar fuera de la realidad, o quizás en sus profundidades. El cine del británico Peter Strickland discurre siempre por la frontera del fantástico, dejando que el espíritu del giallo tome posesión de sus imágenes y le dé su verdadero tono y dimensión. Y todo parece emanar de Jauja, el film fundamental de Lisandro Alonso que describe una tierra ignota en la que el cine de nuestro tiempo es engendrado en forma de fantasmagoría.

Si el siglo XXI empezó mostrándonos imágenes que querían borrar la compartimentación entre el cine documental y la ficción, el cine más actual parece centrarse en derribar otra barrera, la que acota lo fantástico, para hacer que lo extraño lo recorra todo. El cine, y particularmente el cine de autor, cada vez es más fantástico; pero eso no quiere decir que se acerque al género fantástico sino más bien a sus límites, a la zona fronteriza en la que ya se adivinan las formas abstractas del misterio. De hecho, se está redefiniendo la idea de realidad en el cine a través de esa ventana abierta a otras dimensiones que abre la presencia de lo fantástico. Es significativo que pase ahora, durante el reinado de las redes sociales, que es también el invierno del periodismo, es decir, en mitad de una crisis de desconfianza en la verdad provocada por formas de comunicación que privilegian la confirmación de los prejuicios y el encasillamiento de las sensibilidades. Siempre he creído en la capacidad liberadora del cine, en su función humanística, y por eso no creo que la floración de lo fantástico contribuya a ese alejamiento de la noción de verdad sino todo lo contrario: puede que las imágenes cinematográficas nos estén advirtiendo entre líneas que la realidad es compleja y que se puede mirar más allá de las apariencias, los convencionalismos y las ideas preconcebidas. Al fin y al cabo, si alguna función -terrible palabra- puede tener el cine es contribuir a enseñarnos de nuevo a ver, ¿no?

 

 

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